Reflexiones tras un concierto

(Tras el concierto que tuvo lugar en Boadilla del Monte el 21 de mayo de 2016).

Hace un tiempo tuve la ocasión de dirigir a la orquesta Nereydas y al contratenor Filippo Mineccia en el excelente auditorio de Boadilla del Monte. El programa lo titulamos “Voces celestiales” y venía a ser en buena medida una especie de conformación de la banda sonora de la película “Farinelli”. No es habitual que el director haga la crítica del concierto. Este artículo no es la crítica ad hoc de un musicólogo, sino las reflexiones de quien ha pasado por la experiencia de la planificación, de un análisis exhaustivo de las partituras, unos ensayos con mucha intercomunicación, la ejecución del concierto, la expresión del público y la evaluación de lo realizado.

Ordenar un concierto equilibrado no es algo que se improvise. Nos llevó tiempo. Manuel Minguillón realizó una labor minuciosa, con el detallismo minimalista que le caracteriza para buscar la excelencia, tanto cuando toca como cuando planifica. Esta es la primera reflexión: preparar un concierto no es una ocurrencia para salir del paso. Es algo serio. El concierto de Boadilla lo estructuramos a conciencia, desde la pieza de Haendel con la que se abría hasta los bises. Todo quedó bien atado.

Me precio de muchos matices en mi amplia formación como director de orquesta, pero, sin duda, uno de los que no se ve es muy importante para mí: el análisis concienzudo de las partituras. Busco la precisión, pero me interesa especialmente la emoción que se esconde tras las notas, el mensaje que debo ayudar a transmitir. Eso requiere tiempo de estudio callado. Ciertamente soy un poco hegeliano en la concepción de la música. Hegel, en su libro Lecciones de estética, escribió que la música “debe elevar el alma por encima de sí misma, debe hacer que se engrandezca por encima de su sujeto y crear una región donde, libre de toda ansiedad, pueda refugiarse sin obstáculos en el puro sentimiento de sí misma”. Tocar bien es importante, que el conjunto esté bien empastado, pero es necesario que los músicos sientan y que transmitan emociones y que esas emociones las perciba el público. Me gusta mucho más que se toque cálido a que las interpretaciones sean bellamente frías. Eso, sin hacerlo muy evidente, es lo que suelo trabajar en los ensayos. Me gusta que no se dibujen fronteras cuando hablamos o tocamos música de la denominada “clásica”. No quiero que se produzca un distanciamiento conceptual; por eso, estoy muy empeñado en la teoría de la transmisión de emociones, porque las emociones acercan y transcienden tiempos y juicios preconcebidos sobre la música y ayudan a poner la obra de arte al alcance de la mayoría de la gente y no solo de las élites.

Considero que en la ejecución del concierto de Boadilla del Monte ocurrió esto. Me parece que se tocó muy bien, desde Íñigo Aranzasti, que encabezaba los violines, a Manuel Minguillón, que cerraba el arco de instrumentos con la tiorba y la guitarra. Y entre los dos todos los demás, perfectos: Roldán Bernabé, Leonor de Lera, Abelardo Martín, Daniel Pinteño y Marta Mayoral (violines); Elena Borderías (viola); Laura Salinas (Vilonchelo), Ismael Campanero (contrabajao); Eyal Streett (fagor) y Asís Márquez (clave). Y delante de ellos, la voz, Filippo Mineccia, con su elegancia y recursos. Las obras de arte aguardan su interpretación. La interpretación también es un arte creativo, la individualidad del intérprete hay que respetarla y coordinarla. Eso siempre supone una suma de valores. Mi intención, como director, es conjugar la creatividad de los músicos a los que dirijo, pues la interpretación es esa tierra de nadie que no pertenece ya a la obra en sí misma y tampoco aún al mundo que la acoge, los espectadores. Y también percibí en la ejecución del concierto la emoción en las caras de los músicos, en su manera de tocar, en sus movimientos, en sus gestos, en su atención, incluso en los ojos que se vidriaron en algún momento, no diré de quién, pero él lo sabe. Sobresaliente fue en lo emocional, por ejemplo, la interpretación de “Alto Giove”, de Porpora.

Es objetiva mi reflexión sobre el público, que está ahí, oyendo, viendo y sintiendo. He decir con absoluta sinceridad que las personas que llenaron el auditorio de Boadilla del Monte, alrededor de cuatrocientas, me parecieron de lo más educado y de lo más exquisito. No hubo toses, ni papeles de caramelos, ni móviles que sonaran a destiempo… y aprecié un detalle esencial: aplaudieron cuando había que aplaudir y no tras cada movimiento o cuando a uno se le ocurre. Eso es respeto, educación musical y experiencia de asistir a conciertos. Agradecieron nuestro trabajo con palmas y bravos y correspondimos con tres bises. Este fervor me lleva a pensar no solo que lo hicimos bien, sino que realizamos una buena comunicación social y emocional de la cultura, que es mejor.

La reflexión última tiene que ver con la evaluación. Me gusta, al final de los conciertos, hablar con la gente, ver su cara. En quienes se acercan, en sus gestos y en sus rostros hay más interés que en los parabienes. Quedé encantado con lo que vi y oí en Boadilla del Monte. Para mí el concierto sigue hasta que lo reposo y lo repaso, hasta que veo el vídeo y oigo el audio, y todo me lleva a matizar lo que se puede seguir mejorando.

Estas son mis reflexiones como director de orquesta tras un concierto. Creo en la música, en toda la música, y busco, cuando dirijo, emoción, sorpresa y espectacularidad. Estoy muy contento con el resultado del concierto “Voces celestiales”, que tuvo lugar el 21 de mayo en Boadilla del Monte. Ese es mi trabajo y mi camino, que en ningún caso es mendigar la fama, sino la utopía de alcanzar la gloria.

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